A mamá:
Hay muchas cosas que no te he dicho (aún), y probablemente tampoco lo haré en persona. Ya sabes que siempre se me han dado mejor las letras, qué se le va a hacer. Pero ninguna palabra debe llegar tarde, al menos siempre aparecen después de haber sido vividas, como si necesitaran pasar primero por el cuerpo antes de ser pronunciadas. Es mentira que las cartas estén hechas solo para quienes ya no están; precisamente te escribo esto porque te tengo aquí, conmigo. Nunca he sabido nombrar esa sensación de estar en el jardín, con los primeros rayos del sol despertando, mientras nos tomamos un café juntas y hablamos de lo que haremos en el día. Entonces, tu mano roza mi cara y me abrazas. Ya está: eso es. Recuerdo aquellos años en Inglaterra, tan buenos como cabrones, que nos quitaron tiempo de estar juntas. Supongo que hay pequeñas trampas rituales que una inventa, para ganarle al minutero el tiempo robado de años anteriores, este es nuestro ritual, nuestro café. Y ahora que soy adulta —o al menos lo intento—, creo que podría nombrarte con una sola palabra: refugio. Pero no como lugar al que escapar. Refugio como hogar al que volver. Te pienso muchas veces así, ese lado del puente que me tiende la mano, me sostiene, me ayuda a cruzar los caminos de la vida. Tu forma de cuidar no hace ruido, no levanta la voz, tampoco exige ningún tipo de amor de vuelta. Cuidas como quien respira: inconscientemente, con esa delicadeza que solo han interpretado los que tienen un alma tan pura como la tuya, mamá. Tus manos que me han dado de comer, me han acariciado, me han apretado fuerte cada vez que lloraba y las has levantado celebrando mis logros, como si fuesen los tuyos. Es tu forma de preguntarme “¿has comido ya?, tu risa burlona y ligera que hace feliz a cualquiera, tu paciencia, tu fragilidad al mirar, mi artista favorita. Te he visto tirar siempre pa’lante como si fuese fácil y nunca te he oído quejarte por nada, es tu valentía la que envuelve mi torpeza. Tus te quieros, todos los llevo conmigo, cargados en esa mochila cuando viajo, cuando estoy fuera del refugio. Yo no sabía lo que era el amor y tú me lo enseñaste. Gracias porque si he aprendido a mirar bonito y a no rendirme es porque te vi hacerlo a ti primero. Porque me enseñaste que el mundo, a veces, se rompe pero que a pesar de eso, hay que levantarse y seguir. Perdón si te he disgustado, si no he elegido bien, si no te he escuchado. Perdón por mi cabezonería, estoy trabajando en ello, te lo prometo. Gracias por nunca dejarme sola, ni marcharte aunque yo te lo pidiese, por secarme las lágrimas, sentarte a mi vera y escucharme sin juzgar. Virginia Woolf así lo dictaminaba: “Para entender la vida de una mujer, es necesario conocer su infancia.” Gracias por contarme la verdad, ser de verdad, tú no sabes mentir ni tampoco quieres; por ayudarme cuando era pequeñita (ahora también) a encontrar la solución sin darme la solución, por educarme con tus consejos irrefutables que en ocasiones (cuando era una adolescente) repugnaba —en el fondo ya sabía que tenías razón pero me daba gusto no dártela a la primera de cambio —y ahora pongo los cinco sentidos en el predicado. Es que ves cosas que los demás no vemos. Mi lugar de alivio, mi talón de Aquiles. Ahora que estamos juntas aquí, pienso aprovecharte todo lo que pueda, con un poco de suerte se me pega tu belleza innata y tus ganas de reírte de todo. Tú eres así, llegas y lo revuelves, te vas y queda un vacío. Lo tengo claro, si hubiese otra vida, incluso varias, te volvería a elegir, mamá. Gracias por caminar con ternura, por perdonarme, por abrazar lento y por escuchar con los ojos muy abiertos.
Son las 07:00 a.m, estoy escribiendo esto desde una silla rígida, molesta, que se ríe de mí a deshoras. Hace poco leí algo que me encantó: “Uno no se vuelve adulto hasta que no perdona a sus padres”. Pasan los años, el tiempo no espera a nadie, y es mejor (créeme), algún día te arrepentirás de no haber hecho las paces con ellos.
Mamá, espero que este tiempo, sigas sonriéndome desde tus ojos, color marrón, tan grandes y tan tuyos. Sé que eres feliz, lo intuyo en tu mirada cada amanecer, que con ilusión comienza el día. La vida no es fácil, tampoco justa, nadie nos dijo cómo hacerlo, pero lo estamos haciendo. Ahora estoy viendo el sol nacer desde el ventanal de la habitación y solo espero, como siempre, a tomarnos nuestro café juntas. Ya hemos ganado.
Feliz sábado sin prisa,
Sofía
Mi mejor regalo en esta vida han sido mis hijos. Son los q me han enseñado a ser mamá.. y por lo q he leído ( no lo he hecho tan mal) Gracias hija
Te quiero muchísimo!!
Si algún día me preguntan lo mejor de mi vida, sin duda hablaré de mi madre! ❤️ no lo has podido definir mejor!