He repasado una a una, las tareas de la to-do-list. Acostarse relativamente pronto, comer sano, entrenar duro, pagar un café de medio euro a cinco pavos, estudiar, leer (al menos 30 minutos al día), ser fiel, escribir del tirón, dejar a un lado los ofendiditos y los idiotas, dormir al menos seis horas seguidas, hacer yoga en un sitio carísimo y aesthetic (es gracioso como hemos pasado de tumblr a lo aesthetic, aunque siempre preferiré la época tumblr, sin duda… American flag? Creerte Hannah Montana? Keep Calm and Carry On? Sí, gracias), leer las noticias, regar las plantas del jardín, vestirse con un mínimo de armonía (la armonía se define como la combinación agradable y proporcionada de elementos, para mí, es vestirse como a uno le salga de la punta del pie derecho. Eso sí, con muchos colores alegres), no tener miedo a volar, beber alcohol moderadamente, no fumar, trabajar, felicitar los cumpleaños, protegerse del sol, caminar diez mil pasos cada día, deshacerse de amistades (cuando te deshaces de una amistad que ya no aporta nada, aprendes inconscientemente a proteger —como si fuesen tu tesoro mejor guardado— las que sí están), beber dos litros de agua, vivir en varios países, intentar reponerse de una muerte de un ser querido, donar ropa, ir al dentista al menos una vez al año, no automedicarse (es mentira que el Ibuprofeno cura, cura el mar, el sol, el amor y los amigos), aprender un nuevo idioma, entrar en el restaurante pijo de moda, beber vino natural, conocer gente nueva, no dramatizar por absolutamente todo, guardar el móvil cuando comes, evitar a toda costa hablar de trabajo o de política (esto incluye el dinero, o el “yo tengo esto” o “yo veraneo aquí”), oír podcasts interesantísimos, no enfadarse con nadie al volante, mirar al cruzar un paso de cebra, ser educado, aprender a usar TikTok, meditar y comprar aguacates ecológicos. Check, check, check. Menos la de “no dramatizar por absolutamente todo” que he dibujado medio tic, una es ilusa e infantil, pero tampoco puede engañarse a sí misma.
Y ahora, ¿qué?
Muchas veces me da la sensación de que la vida es lo que pasa entre intentar alcanzar la paz mental y un permanente cambio de emociones. Estas mismas emociones me despistan, me gustan, pero acabo sin entender nada y sin certeza alguna de que las cosas vayan a salir bien. ¿Hasta que punto nos merecemos algo o es mera suerte? Por otro lado, ya no sé si realmente hacemos las cosas por nosotros mismos o sólo buscamos validación externa (como cuando eras un niño y necesitabas sacar las mejores notas para que mamá y papá no se enfadasen). Estamos rodeados de juicios y prejuicios que nos diferencian o nos invisibilizan, o lo que es peor, nos separan del resto. Comparaciones odiosas que inventamos en nuestras cabezas de chorlito y nos creemos que la vida virtual es mínimamente equipalable a la real. Siento que, el mundo se divide entre la justicia y la rebeldía, en intentar tachar esas to-do-lists para poder encajar en unos moldes o quizás salir de ellos. Las cosas cambian constantemente y nosotros con ellas —nos empeñamos en que no estamos avanzando, pero basta con mirar atrás, apenas un año, y descubrir que hay cosas nuevas en nuestra vida, un trabajo nuevo, una relación nueva, un país nuevo, una versión de ti nueva. El ser humano es contradictorio por naturaleza y, además, (casi) siempre aprendemos a toro pasado. Por irónico que suene, creo que es parte de la seducción con la vida.
Y ahora: después de tachar todos los quehaceres posibles y complacer a las personas de tu al rededor, como dirían en la nueva serie de Netflix, Olympo: ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar? Con una repartición que lo flipas, entre ellas está: Clara Galle – Amaia Olaberria (un crush de mujer, tan inteligente como sexy), Nuno Gallego – Cristian Delallave (es gallego, con eso tiene, por lo menos, cierto talento ya ganado), Nira Osahia – Zoe Moral (la más pasota y cool de todos), Agustín Della Corte – Roque Pérez (la belleza uruguaya no es equiparable, ni de lejísimos, a la de ningún otro país, eso es así), o Andy Duato – Renata (una bomba, las mata callando, nunca mejor dicho). Una serie que refleja precisamente lo que exige la sociedad contemporánea: posiciones claras, certezas lúcidas, comparaciones frenéticas y advertencias rápidas. Época que castiga tanto la duda, como el quedarse quieto. No tengo tiempo, ¿te acuerdas? Siempre he escuchado: «no elegir también es elegir». «No responder también es responder». Y la consiguiente vertiente: «Hay que saber». «Hay que contestar». «Hay que avanzar». «Hay que responder cuando te preguntan: lo que quieres hacer, a dónde deseas ir, con quién». «Hay que firmar contratos». «Decir que sí o que no». Además, ya de ya.
Uno de los momentos más traumáticos de Olympo es la relación entre Amaia y su madre. Una mujer exigente, sin pestañeos ni pelos en la lengua, que empuja a su hija a la excelencia desesperación, rebasando cualquier tipo de límite (creo verdaderamente que la disciplina es una forma de libertad —pero cuando se convierte en dogma, deja de guiar y empieza a encarcelar, a enloquecer, incluso a ahogar). Entonces Amaia, por complacer a su madre, se parte en mil, tratando de ganar ese único premio que de verdad le importa: ser digna de las expectativas de su madre. Unas expectativas que acaban ahogándola por completo.
Las cosas no dejan de ocurrir, no se paran porque uno decida parar. Es que eso tampoco sería justo. Mientras uno calcula, duda o se demora, la vida sigue su curso: los compañeros del trabajo siguen, los días pasan, las horas se achican, las puertas se cierran. El reloj no espera a nadie, no tiene tiempo para nadie. Es aquí cuando se descubre que lo feroz es no parar, nada espera tanto, las cosas se mueven, tú no decides el qué, mientras tú esperas, o dudas, otro va a ser mejor que tú, otras oportunidades van a abrirse mientras tú decides cuándo saltar a la piscina. Y entonces, ¿hasta dónde estás dispuesto a llegar?
Nadie nos prepara para convivir con la incertidumbre, para elegir sin certezas. Ni siquiera para habitar un mundo que se nos escapa entre las manos. Pero hay que vivir, no hay otra. Así que uno se lanza a la piscina, se muda a otra ciudad, se casa, tiene hijos, compra aguacates ecológicos y hace listas estúpidas e interminables. Erich Fromm en El miedo a la libertad, decía que la propia libertad, cuando no hay certezas internas, puede llegar a ser insoportable. Fromm también explica que, ante esta carga emocional, muchas personas experimentan lo que él dictamina como “miedo a la libertad” y buscan inconscientemente escapar de esa responsabilidad; (¿cómo?) sometiéndose a la corriente del río. Someterse, a veces, da cierto alivio y seguridad. Uno no siempre elige lo que quiere. A veces elige lo que puede. Lo que no incomoda demasiado, lo que no pide renunciar a demasiadas cosas, ni a demasiadas personas. Y eso también está bien. Porque elegir lo otro —lo que desarma, lo que hiere, lo que empuja al borde del abismo— requiere un tipo de valor que a veces, nos corrompe y nos vuelve pequeñitos. Y la expectativa no quiere (no puede) romperse. La expectativa quiere sobrevivir. Quiere seguir creyendo. Quiere seguir esperando. Tal vez, digo, habría que empezar por ahí: por admitir que la mayoría de las decisiones no vienen de la certeza, sino del ruido. Del ruido atroz, desgarrador, contradictorio, de la guerra que llevamos todos dentro. Esa misma guerra que se lucha entre un deseo de libertad y el miedo a perder la seguridad si la usamos. En medio del caos está la voluntad: esa entelequia que suponemos limpia, neutra y trascendental. Todo el mundo habla de ella, pero nunca nos hemos preguntado qué es. Pero vivimos en un mundo que idolatra la razón y sospecha de la respuesta corporal. Nos exigimos una especie de profesionalismo sentimental, como si sentir fuera una habilidad que se pudiera pulir a base de ambición o competitividad. Queremos emociones ordenadas, limpias, sin barro, ni muy lloronas, ni que nos duelan y que no se salgan del límite impuesto. Como si eso fuera posible. Como si todas las emociones pudieran encajar en esa to-do-list absurda que te salva y te ahoga.
Y aquí, otra muestra gratuita y francamente sólida y si se me permite, hasta burlona, de que los humanos somos totalmente contradictorios. Acabo de comprarme en Casa Caseta, de la mano de Mire Garde y su novio Pipin, un Planner semanal de productividad. Olé, olé, olé. Sí, después de toda esta chapa, aquí estoy. (“Manda huevos” es lo único que pienso). A esperas de que me llegue mi planner super chachi, tío.
Feliz martes sin prisa,
Sofía
Me agustito mucho!!!
Las cosas (y la vida) siguen a pesar de uno mismo! Sigamos disfrutándola a pesar de sus blancos, negros y grises!